viernes, 7 de marzo de 2014

Llegar a Mar de Cobo

                El corazón y los pies acelerados, alcanzar al Rápido en su hora justa no es cosa fácil. Pero bueno, acá estoy, ya sentada y muerta de calor  o de frío según la estación, porque “los señores que manejan los Rápidos” no tienen medias tintas: de mayo a octubre pondrán la calefacción a todo lo que da (aunque hagan 28  grados a la sombra) y, de noviembre hasta las Pascuas, el aire acondicionado bajo el asiento- bien fresquitos los piececitos- llueva, truene, relampaguee ó se produzca el deshielo en los polos.  Por suerte, los que somos “habitué” del Rápido estamos acostumbrados a llevar ropa para todos los climas y temperaturas,  y uno se acebolla, luciendo una musculosa, una polera tejida a mano por la abuelita del campo, un paraguas y ojotas, todo el mismo día y a la misma hora.
              El Rápido sale veloz hacia el paseo costero, ver el mar tan tempranito  relaja  el espíritu y uno vuelve a un ritmo más normal (o por lo menos, más pausado), con esa energía que da ver el mar a la mañana. Estamos los de siempre: las chicas del supermercado de antes, las chicas del supermercado nuevo, el señor que nos vende cds y chocolates que saca del mismo bolso (ese bolso sí que es un polirrubro!) y los que trabajan en “la obra” que siguen tan cansados como los vi ayer cuando volvían de “la obra” pero con un leve aire de renovación. A lo mejor hoy les toca cobrar la quincena ó terminar de poner los azulejos de algún baño. Van de a dos o de a tres y todos tienen su celular reguetón: Ahora el viaje sí que tiene ritmo.

               El sol nos espía radiante por la ventana, el pibe de “la obra” -que por ser el menor es el único que conserva todos los dientes- no puede evitar comentarle a sus compañeros la ocurrencia que tuvo esta mañana mientras pensaba en el balcón de troncos que tienen que terminar (el de la casa ámbar violeta): ¨ese solcito pegándome en la cara... me dieron ganas de lavarme los dientes con cerveza¨
En La Caleta, todos nos miramos, haciéndonos la misma pregunta de todos los días ¿se acordará de parar en Mar de Cobo? El señor del polirrubro comenta lo de siempre: ¨...avísenle, porque se pasa.¨

Y llegamos. 

            Al pisar tierra se produce el cambio total e inmediato: a sacarse todo el abrigo o a abrigarse con todo lo que tengas. Una vez sobrepasado este primer sacudón..., la maravilla:

              Entrar a Mar de Cobo es entrar en otra dimensión, la ruta se abandona a otro aire...
Una orquesta de nuevos sonidos: trinar de infinitos pájaros, contragolpe de ladridos de varios perros y el viento, continuo, incisivo, mordiente en invierno y amable en verano. Los topos –graciosos roedores que nos darían pánico en cualquier otra parte- se asoman a espiar a los recién llegados; los búhos, desconfiados, se acomodan sobre sus nidos de tierra para resguardar a sus crías; los perros ladran -y mucho- pero “perro que ladra no muerde”  Y el mar, el sonido del mar...
Un cuadro de nuevos colores: El verde de los álamos (que mes a mes van trepando desde la ruta, más alto para poder ver el mar que ahora está a un kilómetro), es el lienzo que contiene a todo el balneario. Y las casas, son pinceladas amarillas, rojas, turquesas, naranjas, celestes y violetas que salpican la arena.

                La fantasía dura hasta la tardecita, donde todos los que llegamos nos volvemos a reunir bajo el refugio, ahora calmados y colmados de tranquilidad –y de cansancio, después de todo hemos estado trabajando- y la pregunta seguida de los comentarios de siempre: ¿Ya pasó el Rápido? Yo el otro día lo esperé como cuarenta minutos... No, todavía no pasó pero viene atrasado... ¿Aumentó? Sí, y cómo!

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