miércoles, 23 de enero de 2013

Los feítos

           No terminó de decirle que era sorda del oído izquierdo porque igual él no la escuchaba. Le dijo: "soy sordo del oído derecho. Así no te escucho." Y ahí nomás Enrico hizo el enroque y sintonizaron, cada cual con su oído sano. "Somos unos sordos de mierda" - pensó Lidia mientras Enrico le retrucaba "Mejor ser sordo de mierda que rengo hijo de puta" y desde ese día ya se quisieron para siempre. No se separaron nunca más. Los dos eran feos, y eso era casi la mayor discapacidad que tenían. La madre de Enrico, que también era bien fea, se lo había dicho una vez: "Ser feo o negro, en este país... Mejor ser un pobre cieguito." Enrico y Lidia habían aprendido a compensar el déficit: Un feo ante todo debe ser simpático. Mucho más compensado está el feo que, además, es inteligente. Pero la simpatía podría ser un aprendizaje adquirido; la inteligencia, en cambio, no. Así que ellos eran muy simpáticos, los dos. Cuando empezaron a noviar todos decían "Ahí vienen la Lidia y el Enrico" como si se tratara del circo o de la feria ambulante. Es que eran dignos de ver: Tan feos ellos y tan enamorados. Cuando se casaron, todos temían que quisieran tener hijos. "¿Qué saldrá de eso?"- se preguntaban las tías preocupadas y Lidia evitaba hablar del asunto con ellas porque cuando lo hacía se ponía un poco triste. La prima María la había querido consolar diciéndole que eso de que todos los bebés eran lindos era una mentira grande como una casa. "Los bebés se ponen lindos a partir de los dos años y para esa época las tías capaz que ya están ocupadas con algún otro bebé de la familia y ni se enteran de qué tan feo es el tuyo" Lidia se entristeció un poco más. 

            "Una mezcla feliz" sentenció la tía Berta después de salir de la maternidad y todos respiraron de nuevo y se animaron a comprar escarpines e ir a visitar "al nuevo" sin temor a que no les salieran las frases de rigor. Pero esta vez las frases eran tan auténticas que parecían una exageración: "Qué belleza", "Qué hermosura de bebé", "Es precioso" " ¿A quién habrá salido"- todos se preguntaban ensimismados. "Los milagros de la genética"- dijo el cuñado de la María que era el único que tenía primaria completa y todos consideraron que sí, que el bonito Pedro era un milagro. 
              
              Sus padres le habían explicado que quedaron petizos por dos problemas diferentes. Ella por mirarse mucho al espejo, él por hacer el pecado en soledad. Así que Pedro no se miró nunca al espejo, nunca; y nunca se tocó esa parte a no ser que fuera para higienizarse. Y creció mucho. Alto y hermoso era Pedro y no lo sabía hasta el día que la viuda de Perez lo interceptó en la ochava, lo metió para adentro de su casa y más para adentro, en su pieza, lo paró frente a un gran espejo y mientras le sacaba, febril, toda la ropa le dijo: "¿Así que nunca te miraste? Mirate ahora, mirémonos los dos". Y eso hizo Pedro: se miró por primera vez y se enamoró de sí mismo, tanto, tanto, que no le importó hacer el pecado en soledad, mientras se miraba al espejo y la viuda gemía -febril también ahora, pero de bronca porque a ella ni la tocó. Pedro, a los trece se vio al espejo por vez primera y el espejo le devolvió belleza e inteligencia. Vaya a saber uno el porqué de las cosas, a Pedro con la certeza de su hermosura, le vino también la destreza del intelecto. Fue por aquel entonces que empezó con los juegos de palabras y las originalidades lingüísticas. Así creció, amándose a sí mismo y a sus ocurrencias. Hombres y mujeres se esforzaban por igual por agradarle en alguna forma, o simplemente por estar cerca de él, como si creyesen que eso les iba a contagiar alguna de sus virtudes, ya sean las estéticas o las del entendimiento. Y él estaba a sus anchas, pronunciando discursos, profiriendo oraciones - palabras sueltas e inconexas para la mayoría - y todos reían a su alrededor como si comprendieran. A los veinticinco se cansó del pecado en soledad y se buscó una novia. Le costó encontrarla sólo lo que tardó en ir desde su casa hasta la casa de la elegida. Rocío, sin ir más lejos, tardó en dar el "sí" sólo porque creyó que Pedro le estaba haciendo una broma de mal gusto. Después comprendió la propuesta y por fin dijo "Bueno, seamos novios si querés" A primera vista hacían una pareja realmente bonita. Ella siempre se esmeraba con vestidos, zapatos y alhajas que, sin bien no lo igualaban en preciosidad, le daban guapura y elegancia. Pero cuando en las reuniones él se ponía a hablar (ahí se mostraba la hilacha de la pareja), él acaparaba todas las miradas y todos los oídos: como siempre. Rocío estaba fascinada, deslumbrada con su " Pedro el agradable" y empezó a darse cuenta que en realidad no era su sublimidad física o intelectual lo que le gustaba, sino las confluencias. Porque Pedro hablaba mucho y hacía análisis originales de todo pero finalmente cansaba con sus rarezas y extravagancias. Definitivamente a ella le gustaban las confluencias porque secretamente sabía que a ella se le habían ocurrido primero. Clandestinamente, empezó a enamorarse de sí misma y de sus insólitas, singulares ocurrencias. Esperaba a la noche, y en la tibieza de la cama le contaba a Pedro sus ideas únicas. Pedro y Rocío, a los treinta y dos empezaron a salir menos. Les bastaba con mirarse mutuamente y escucharse. 

              Tuvieron tres hijos inteligentes, graciosos y normales como cualquier hijo de vecino. También, ya mayores, tuvieron una hija, Mercedes, medio loca pero con la suficiente inteligencia como para caer siempre bien parada: “Yo lo leí hace poco, en letra de otro –se le escuchaba contar por milésima vez a Mercedes- pero es lo que pienso desde que me llaman "Mecha", o sea desde que nací (o desde que estaba en la panza de mi mamá, porque mi nombre es Mercedes pero ella ya me nombraba "Mecha" desde afuera y me hacía escuchar música apoyando la radio portátil en la barriga "para que Mecha se relaje" -me contó, no es que yo pudiera escucharla en aquel entonces- y me ponía la 4ta de Beethoven o la 5ta, o la 8va- cualquiera que pasaran ese día por la radio fm clásica. Después nací, medio sorda. Mi mamá dice que es hereditario, que soy "tapia como la bisabuela Lidia" pero yo creo que fue Beethoven.) Leí que el nombre con el cual lo llaman a uno, lo encausa para todo la vida. Y es cierto. Justamente lo leí de letra de Conti que se la pasó contando todo lo que pudo. Al traumatólogo de la abuela le dicen Dr Torcivia (lo de Doctor le vino después pero nació con el "Torcivia", que es su apellido) También tengo dos amigas que se llaman igual de nacimiento (María Soledad) pero las nombran distinto: A la que quedó sola siempre la nombran "Soledad" a secas, mientras que a la otra, que ya lleva tres matrimonios y una carrera exitosa la apodaron "Sol". Los ejemplos sobran, está Borrajo, el cafetero, Maffia, el abogado de la esquina, Grassi, la empleada de la peluquería donde mi prima se corta el pelo, Paniagua, el oftalmólogo (todavía no sé que relación tiene con su profesión pero es gordo y muy dedicado). Y estoy yo, también, que me llamo "Mecha" y que podría haber sido la unión de algo, el atajo, la fusión, cohesión, adherencia, nexo, vínculo, trabazón, mezcla, amalgama, soldadura, aleación, agregación, amasijo, empalme, junta, articulación, acoplamiento... No, en mi familia siempre me nombraron M´echa (supongo porque es esa forma como pronuncian los italianos, con la M afectada y separada del resto de las letras, aunque en mi familia, italianos no somos). A mi no me echaron de muchos lugares, pero calculo que por ahí fue que encausó mi nombre. Una vez me echaron de un trabajo. Le dije a la Sorreta - jefa ella- "sos un sorete Sorreta, autoritaria del orto". Ella después me pidió cortésmente que firmara un apercibimiento y un "metete mi último sueldo y el apercibimiento en el culo" salió de mi pecho como si hablara otra. En ese momento Sorreta decidió que mejor "te echo, Mecha". Pero no sé si me echó realmente o me fui por propia voluntad. Otra vez me echaron de un coro. El director: Safetti. Y se le notaba. Es que él habría formado un coro para esconder su frustración como cantante solista, pobre. Un día me llama y delicadamente me dice "Mecha, tendrías que hacer una consulta con el otorrinolaringólogo, una audiometría..." No lo dejé terminar de hablar: "Este coro es una mierda y suena para el carajo"-le dije a Safetti también delicadamente y me fui, por decisión propia. Hoy lo eché a Completo, así lo nombran a mi marido. No es la primera vez que lo echo, debe ser la decimocuarta. Al principio no lo echaba, más bien le sugería la partida "Completo: ¿no preferís estar solo?" Y Completo se quedaba. Después la persuasión dio paso a la súplica "Completo dejame, por favor" Completo se quedaba. A lo último fue ira, enfado violento, cólera "¡Andate Completo!" -le dije hoy mientras le tiraba con toda mi artillería de cosméticos compactos. "¿Me echás, Mecha? Mi amor, cómo me gusta cuando te enojás"- me contestó Completo y se quedó. 

            Se quedó completo- como un ángel guardián, cuidando de las locuras de Mercedes y de Irina, su única hija mujer. A sus hijos varones los dejó criarse solos, como corresponde, “para que se formen fuertes, como debe ser un macho” Irina llegó hasta Segundo Grado Elemental Insuficiente. Un lunes de escarcha, la Sra. Directora de Lapoctó puso su capa de piel sobre los hombros de Irina y le dijo: "te la regalo". Fue aquel día, que Irina con sus siete años, comprendió que la Señora Directora no la aprobaba pero la quería. Entonces Irina empezó a tomarle cariño y guardó la capita hasta el día de su muerte. Hermana de cinco varones, Irina irradiaba femineidad pero pensaba como hombre. Aprendió sola a leer y a escribir y también pudo resolver cálculos cuando tuvo que empezar a hacer las compras para la cocina. A los trece años conoció a Paco, lo vio y le dijo: "vos te vas a casar conmigo". Y así fue. Un año después Paco e Irina vivían en No Santo Matrimonio porque ella (de padres anarquistas) decidió que sólo se casaría por iglesia cuando el matrimonio cumpliera, por lo menos, cincuenta años: A los sesenta y cuatro años, Paco e Irina se casaron en Primeras Nupcias en la Basílica de Santo Domingo para agradecerle a Dios todos esos años de felicidad. La felicidad de ellos había consistido en criar dos hijos varones, los que ella quiso tener - porque a los otros bebés se los hizo sacar por su prima Mirtha, la partera. Contaba sus abortos tan orgullosa como cuando mostraba su dentadura postiza: "Un día fui al odontólogo y le dije: sáqueme todos los dientes. Y me hice ésta" Y acompañaba el "ésta" con un movimiento mandibular que le dejaba las encías al desnudo y los dientes sobre la mano. Nosotros, sus nietos, nos desparramábamos de la risa y le decíamos "de nuevo, de nuevo" La abuela Irina estaba operada de todo. No es que fuera una persona enferma; sucedía que sólo iba al doctor cuando "las tripas le salían para afuera" Le faltaba el apéndice, la vesícula y una porción del intestino delgado. Los órganos que le quedaban estaban sujetos por elásticos porque había sufrido prolapso. También la habían operado de la vagina (era una palabra que nosotros no conocíamos, así que decidimos que era algo relacionado con los enseres domésticos por su parecido con la palabra “vajilla”, que ella usaba tanto en días de Navidad) Irina llamaba a uno de mis hermanos Piernucha, aludiendo a su portentoso pene. "Piernucha, como tu padre y tu tío", le decía con un gesto pícaro, como si comprendiera que la genética de este fenómeno había tenido que ver con su parentesco y al fin con ella. Mi abuela quería a todos sus nietos por igual, pero tenía predilección por Ornella, que soy yo. A Ornella, de bebé, nadie la soportaba porque lloraba mucho y regurgitaba con demasiado olor a yogur. Irina se la llevaba a su casa, la sentaba en una lata de galletas sobre la mesada de la cocina y le contaba historias. La abuela Irina se sentía feliz de ser la única que podía hacer callar a Ornella. Y yo aprendí a quererla más que a nadie en el mundo. Arriba de esa mesada también aprendí a hacer merengues, rosquitas dulces, bizcochuelos marmolados, tartas de uva- todo a ojo, sin receta "porque los postres para mis nietos los hago con amor y sólo con amor se aprenden a aprender a hacer"-me decía. "¿Qué son esas rayitas que tenés en la cara?"-le pregunté un buen día que apenas empezaba a hablar. "Se llaman arrugas" -me dijo y yo pensé que era algo que sólo ella atesoraba. Y cuando podía le acariciaba la carita, blanca, suave y con arruguitas.

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