Es un pajo.
Tu hija había querido decirte que era "un paja" pero al cabo de tus declaraciones acerca de la bohemia de Mario, agregó: Es un pajo y un rato. Pronunció este último epíteto categóricamente y asegurándose que entendieras que el empleo de este lenguaje exclusivo era el más inclusivo de todos. Sonreíste ante la idea y la brillantez de Carla, tu hija, que en estos momentos se estaba comportando como tu verdadera madre. Sospechaste que había algo en todo eso que no andaba bien. Ella te hablaba con tono seguro e inquisitivo y al mismo tiempo tierno e inquisidor. No llores más, no lo merecés- te dijo.
Días después te seguía doliendo el pecho y cada vez que lo notabas te repetías Es un paja y un rata e inmediatamente te acordabas que tratándose de él, el género femenino no merece esos calificativos y te corregías: Es un pajo y un rato. Sabías que ella había dicho la verdad, que no tenía sentido seguir tirada en la cama, sufriendo. Que había un montón de cosas maravillosas en tu vida y que no podía ser que sólo pesaras en tu aniquiladora balanza, el hecho de que el pajo-rato no se interese lo suficiente por vos.
En la mesa ratona de tu habitación que auspiciaba de mesa de luz y biblioteca, se apilaban unos cuántos títulos. Eran tus libros itinerantes; esos que iban de la repisa del comedor, a la mesa de la cocina o de la cartera que llevabas a la casa de Mario, al bolso de mano que solías llevar a la oficina. Ahora estaban todos ahí, a la espera de volver a viajar y de ser leídos -o al menos, mirados... a la espera de que les prestes atención. Poli, estaba sentado sobre Sbarra lamiéndose el upite afanosamente y pensaste qué bien había entendido tu gato todo en general y a ese libro en particular. Recordaste lo increíblemente acertada que había sido la frase de Lewis transcrita en el blog que leías regularmente: "Lamento que los animales no puedan escribir libros" y se te antojó que Clive Staples -Jack para sus amigos- estaba equivocado: No es real que los animales no puedan, ellos no quieren escribir libros. Esa ocurrencia te pareció un buen chiste que Mario entendería y tu cabeza diseñó una charla amigable con él: Por supuesto, sabiendo lo mucho que lee mi gata y la atención que le pone al noticiero de las veinte horas, no me cabe la menor duda que se guarda para ella montones de novelas, pero sobre todo ensayos sobre nuestra existencia.
Poli sintió celos por tu pensamiento y dejó a Sbarra para elongar y dar un gran bostezo sobre Murakami. Supusiste que tu gato también conocía la ceremonia oriental del bostezo contagioso para indicar que hay que dejar de trabajar para ir a descansar. Mario te había contado eso mientras bostezaba como un energúmeno y encontrado la excusa perfecta para no tener relaciones sexuales esa tarde, y el dolor de cabeza. Murakami me aburrió, dijo.
Contrariando a la noche y los bostezos contagiados por Poli, te levantaste curiosa a leer el título del libro que ahora olisquea: era un Olmos.
Hacía quince días atrás, Mario había buscado vehemente el libro sobre la cama de una plaza de la pieza cerrada que oficiaba de biblioteca itinerante y de cucha de su gato. Es de esta colección, te había dicho mientras señalaba tres lomos apilados sobre la almohada con el mismo diseño: negro con etiqueta de colores varios para resaltar el título. Estaba el verde, el azul y el bordó. El que te quiero dar es amarillo, dijo. Pero el amarillo no estaba. Emprendiste la tarea de buscar con él, entre sus cosas. Estimaste que esa acción conjunta era algo hermoso que estaban compartiendo. Que se entendían. El amarillo no apareció ese día.
Cuando una semana más tarde te mensajeó con la sorpresa "Habemus cama grande" te sentiste segura. Fuiste hasta su casa con el cepillo de dientes, la pasta y la remera vieja que usás para dormir. Pensaste en que tal vez la llevabas de gusto. Lo más probable es que quisieran estar desnudos la mayor parte del tiempo. Por la noche observaste lo de siempre. Mario no se saca jamás la remera. Durante el invierno tiene el argumento del frío... ahora no tiene argumento. Comenzás a sospechar que esconde alguna cicatriz horrorosa en su pecho, un tatuaje comprometedor, una deformidad vomitiva o un sarpullido contagioso. Mario se rasca la cara, te cuenta que ordenó los libros en la otra habitación, te muestra los estantes. Tratás de comprender ese orden. Imaginás que la mudanza de la pieza/casa a la habilitación/cama grande, la limpieza, la cortina de baño nueva son síntomas de un cambio favorable. Te concentrás en el orden en que puso sus libros en el espacio nuevo, intentando descubrir en esa nueva disposición, la estructura misma de sus pensamientos. ¿Qué piensa Mario en la horas que está solo? ¿Qué hace? Los lomos se ponen así, le indicás. Comprendés que nada va a funcionar. Comprendés que querer modificar la posición de los libros en su biblioteca es querer cambiar su estructura molecular. Pero Mario te da otra sorpresa. Encontré el libro de Olmos. Te dice. Te lo alcanza, sin antes sacudirle el polvo de un golpe seco. El sonido de las páginas sobre la palma de su mano te hacen pensar que conoce bien lo que ellas cuentan. Te percatás de que te está dando algo valioso para él. "Guardar la formas", el libro se llama "Guardar las formas." Volvés a pensar que te está queriendo decir eso que no puede expresar con palabras propias. Nada va a funcionar.
Por la noche todo sale distinto a lo que esperabas excepto el hecho de que siempre pensaste que planificar las cosas, las arruina. Eso te sale a la perfección. Mario tiene sueño de nuevo, prende la T.V. de nuevo, se duerme de nuevo y vos roncás. Roncás mucho. Mario se mueve, se retuerce, se despierta, no te soporta a vos ni a los ronquidos pero guarda las formas. La mañana amanece con sol y calor y es otra de las cuestiones que le molestan. Mario no planifica nada, excepto el tiempo. Había planificado lluvia. Vos quisieras no haberle mostrado tu secreto, quisieras no haber roncado. Mario hubiera querido lluvia. El sol le molesta en los ojos tanto como tenerte ahí, delante de él, justo ahora que quiere estar solo. Habla de plata y del precio elevado de todas las cosas. Ya no le interesa ser el que te habla de pájaros y estilos literarios.
Volvés a casa y te tirás en el piso de la cocina boca arriba. Hacés respiraciones profundas por la nariz mientras divisás otra mancha de humedad en la esquina del techo que da al baño de la planta alta. Practicás respirar sin hacer ruido para la próxima vez. No va a haber próxima, te escribo. Te pasás tres días en la cama llorando, sin roncar porque no dormís. Ahora estás mirando el libro que olisqueó Poli. Ahora lo estás leyendo. Pensás que tal vez Alberto Olmos es un heterónimo que usa Mario para escribir. Que a lo mejor Alberto Olmos no existe, es un apócrifo inventado por Mario. Cada página que leés te parece que es Mario contando tu vida. Te sentís pequeña leyendo esa maravilla literaria que habla de vos. Te sentís diminuta pensando lo bien que escribe Olmo, que es Mario. Te sentis engañada. Pensás que la apócrifa fuiste vos todo este tiempo, porque actuaste tu vida para Mario, no para Olmos. Te ponés a escribir frenética, intentando ordenar tu cabeza como ordenó Mario la suya el día que organizó las habitaciones de su casa. Pero tu cabeza es como tu cartera, no como las habitaciones de la casa de Mario que tienen todo a la vista. Tus carteras tienen montones de cosas adentro de esa oscuridad que se hace adentro de las carteras aunque las abras mucho. Tu cartera tiene cosas que no sirven para nada y sólo se podrían organizar de manera productiva si las tiraras todas al piso o a la basura y comenzaras a comprar cosas nuevas. "No lo habremos demolido todo, si no demolemos incluso los escombros y no hay otra alternativa para eso que levantar con ellos hermosas estructuras bien ordenadas." Parafraseás a Alfred Jarry. Lo gritás. Das cabezazos contra las paredes hasta caer inconciente. Yo entro y te encuentro. Cuando recuperás la conciencia me decís que te cuente qué pasó, que no recordás nada. Yo te acaricio la frente, te hablo de golondrinas, de gatos, del libro que vamos a leer juntos, de los problemas que sufre latinoamérica. Cómo te llamás, me interrumpís. No lográs descubrir quien soy. Soy el pajo-rato pero lo vas a descubrir dentro de unos meses cuando vuelvas a romperte sola la cabeza contra las paredes de tu cuarto.
Cuando una semana más tarde te mensajeó con la sorpresa "Habemus cama grande" te sentiste segura. Fuiste hasta su casa con el cepillo de dientes, la pasta y la remera vieja que usás para dormir. Pensaste en que tal vez la llevabas de gusto. Lo más probable es que quisieran estar desnudos la mayor parte del tiempo. Por la noche observaste lo de siempre. Mario no se saca jamás la remera. Durante el invierno tiene el argumento del frío... ahora no tiene argumento. Comenzás a sospechar que esconde alguna cicatriz horrorosa en su pecho, un tatuaje comprometedor, una deformidad vomitiva o un sarpullido contagioso. Mario se rasca la cara, te cuenta que ordenó los libros en la otra habitación, te muestra los estantes. Tratás de comprender ese orden. Imaginás que la mudanza de la pieza/casa a la habilitación/cama grande, la limpieza, la cortina de baño nueva son síntomas de un cambio favorable. Te concentrás en el orden en que puso sus libros en el espacio nuevo, intentando descubrir en esa nueva disposición, la estructura misma de sus pensamientos. ¿Qué piensa Mario en la horas que está solo? ¿Qué hace? Los lomos se ponen así, le indicás. Comprendés que nada va a funcionar. Comprendés que querer modificar la posición de los libros en su biblioteca es querer cambiar su estructura molecular. Pero Mario te da otra sorpresa. Encontré el libro de Olmos. Te dice. Te lo alcanza, sin antes sacudirle el polvo de un golpe seco. El sonido de las páginas sobre la palma de su mano te hacen pensar que conoce bien lo que ellas cuentan. Te percatás de que te está dando algo valioso para él. "Guardar la formas", el libro se llama "Guardar las formas." Volvés a pensar que te está queriendo decir eso que no puede expresar con palabras propias. Nada va a funcionar.
Por la noche todo sale distinto a lo que esperabas excepto el hecho de que siempre pensaste que planificar las cosas, las arruina. Eso te sale a la perfección. Mario tiene sueño de nuevo, prende la T.V. de nuevo, se duerme de nuevo y vos roncás. Roncás mucho. Mario se mueve, se retuerce, se despierta, no te soporta a vos ni a los ronquidos pero guarda las formas. La mañana amanece con sol y calor y es otra de las cuestiones que le molestan. Mario no planifica nada, excepto el tiempo. Había planificado lluvia. Vos quisieras no haberle mostrado tu secreto, quisieras no haber roncado. Mario hubiera querido lluvia. El sol le molesta en los ojos tanto como tenerte ahí, delante de él, justo ahora que quiere estar solo. Habla de plata y del precio elevado de todas las cosas. Ya no le interesa ser el que te habla de pájaros y estilos literarios.
Volvés a casa y te tirás en el piso de la cocina boca arriba. Hacés respiraciones profundas por la nariz mientras divisás otra mancha de humedad en la esquina del techo que da al baño de la planta alta. Practicás respirar sin hacer ruido para la próxima vez. No va a haber próxima, te escribo. Te pasás tres días en la cama llorando, sin roncar porque no dormís. Ahora estás mirando el libro que olisqueó Poli. Ahora lo estás leyendo. Pensás que tal vez Alberto Olmos es un heterónimo que usa Mario para escribir. Que a lo mejor Alberto Olmos no existe, es un apócrifo inventado por Mario. Cada página que leés te parece que es Mario contando tu vida. Te sentís pequeña leyendo esa maravilla literaria que habla de vos. Te sentís diminuta pensando lo bien que escribe Olmo, que es Mario. Te sentis engañada. Pensás que la apócrifa fuiste vos todo este tiempo, porque actuaste tu vida para Mario, no para Olmos. Te ponés a escribir frenética, intentando ordenar tu cabeza como ordenó Mario la suya el día que organizó las habitaciones de su casa. Pero tu cabeza es como tu cartera, no como las habitaciones de la casa de Mario que tienen todo a la vista. Tus carteras tienen montones de cosas adentro de esa oscuridad que se hace adentro de las carteras aunque las abras mucho. Tu cartera tiene cosas que no sirven para nada y sólo se podrían organizar de manera productiva si las tiraras todas al piso o a la basura y comenzaras a comprar cosas nuevas. "No lo habremos demolido todo, si no demolemos incluso los escombros y no hay otra alternativa para eso que levantar con ellos hermosas estructuras bien ordenadas." Parafraseás a Alfred Jarry. Lo gritás. Das cabezazos contra las paredes hasta caer inconciente. Yo entro y te encuentro. Cuando recuperás la conciencia me decís que te cuente qué pasó, que no recordás nada. Yo te acaricio la frente, te hablo de golondrinas, de gatos, del libro que vamos a leer juntos, de los problemas que sufre latinoamérica. Cómo te llamás, me interrumpís. No lográs descubrir quien soy. Soy el pajo-rato pero lo vas a descubrir dentro de unos meses cuando vuelvas a romperte sola la cabeza contra las paredes de tu cuarto.
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