Sin bicicleta

                    Ayer terminé de leer Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez, y esta mañana me encontré con él. Íbamos caminando, los dos por la Avenida Colón al 4600 pero en sentido opuesto. Yo iba para el centro, y él para mi barrio, el barrio de los gitanos.  El viento soplaba muy fuerte, y yo que había salido con el cabello atado, ahora lo tenía todo alborotado y libre, los ojos me lagrimeaban- esta vez sin otra razón que el mismo viento pegándome en ellos- y me sorprendió verlo de frente, porque mis pupilas estaban acostumbradas a verlo de espalda como aparece en la tapa del libro. Fuimos cómplices en nuestra mirada y él terminó por confirmarlo cuando me dijo con una enorme sonrisa: Nos lleva el viento. 

                     Nos reímos de la circunstancia y de la metáfora de que el viento nos estuviera haciendo eso, llevándonos. Durante un rato, pensé que su expresión era de buen augurio; después de todo yo caminaba con el viento a favor. Gabriel García Márquez escribió a los setenta y siete años -justo diez años antes de morir- una novela donde él mismo cumplía noventa. Estuvo allí. Sí, a veces nos abducen el tiempo. O dicho más correctamente, el tiempo nos abduce. Saltamos de una edad a otra sin explicación racional alguna, borrando una década o un instante en un rato, sin tener recuerdo ni dimensión alguna de lo que no fue. A mi me pasó, y si no fuera por este encuentro (fortuito por el acierto que me trajo pero para nada deliberado) nunca me habría dado cuenta.  Hace dos años tenía cuarenta años. Hace cuatro meses cumplí cuarenta y cuatro  y en ocho días cumpliré tal vez cuarenta y cinco o más. Nunca tuve cuarenta y uno, ni viajé en un Fiat Duna azul en verano, ni fui al cine a ver Flashdance acompañada por un novio.