-¨Sos preciosa¨.- Sara se tapó la cara con la almohada para ocultar su bienestar. Siete minutos después de haber intercambiado fluidos corporales -saliva, semen y secreción vaginal en abundancia.
Segundos más tarde (dos segundos más tarde), Sara comprende que escuchó mal, otra vez escuchó mal. No puede evitar la sonrisa- mueca de burla hacia ella misma- que limita entre la felicidad absoluta y lo que está por venir: ¿Qué dijo?
-¿Qué entendiste? Dije: Sos graciosa. Sabés perfectamente que jamás diría eso que vos creíste escuchar.- Román se ríe- Sos graciosa, muy graciosa...
Román la abraza, está contento. Duerme tranquilo. Sara no. Sara no duerme. Se pregunta por qué escuchó eso y no otra cosa. Podría haber escuchado viciosa, o mañosa (en relación a la permuta de efluvios íntimos que habían mantenido esos calificativos estaban bien), o añosa, o prestigiosa (en relación a la diferencia de edad o de experiencia de cada uno, esos adjetivos hubieran tenido sentido), o espaciosa, o quejumbrosa (en relación a los orificios que había llenado o a sus ronquidos, esos epítetos eran más que justificados).
Sara no duerme. Le viene a la memoria el día que Román le dijo: ¨No quiero que te vayas porque sos una persona valiosa.¨
¿Acaso valioso, no es aquello que se precia? Lo valioso: ¿no es precioso?
Para Román, el término ¨valioso¨ sólo se aplica a las cosas, a lo que las cosas pueden dar.
Ahora Sara no comprende qué hace ahí tendida, en los brazos de Román, cual si fuera una almohada más.
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