Uno no dice las contraseñas de sus cuentas,
no porque sean secretas,
sino por lo bochornosas.
Uno las oculta,
como a la foto del DNI
como al segundo nombre de pila
como al dolor del porrazo en público
como a la mancha de mate
en la remera recién puesta
como al agujero del zoquete
al bretel descosido del corpiño
como a la inestabilidad,
al desequilibrio cuando se ha bebido de más;
como a la decisión
de haber mandado el primer mensaje,
la primer mirada,
de haber dado el primer paso
o de haber sido rechazado antes de poder dar el segundo,
o ignarado después de haber dado todos los pasos.
Ocultas - las contraseñas-
como la pregunta que quisieras hacerle
pero que guardás muy profundamente,
aunque tu mirada sea,
una inmensa e incontrolable,
notable e incontenible,
certera e inconmensurable declamación
de eso, (tan innombrable
secreto y bochornoso
que buchonea todas
las señas)
tu alma.
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