martes, 20 de agosto de 2013

La Isla

                La estadía siempre era de dos días cortos. Llegábamos a La Isla de Tío Cacho el sábado a las diez y media de la mañana  y volvíamos a Tigre a las dieciocho horas del domingo.  Los preparativos para el viaje y el viaje mismo eran mucho más extensos que la estadía. Levantarse a las seis de la mañana, cargados de bolsos con comida preparada, latas, imprescindibles tortas y dulces para el mate, yerba, azúcar, todo, para tomarse el 63 en Nazca y Gaona hasta Barrancas de Belgrano, y luego el tren, desde Barrancas de Belgrano a Tigre, y luego la Interisleña XVIII ,  desde Tigre hasta   el Arroyo Antequera que salía puntual a las nueve de la mañana desde el muelle diez. Si el tren se atrasaba, no llegábamos a comprar la barra de hielo (que los de la Interisleña cargan como el de Titanes en el Ring) Entonces, nos teníamos que tomar la otra Interisleña, de la que nunca recordábamos qué número era, ni de qué muelle salía, pero sí sabíamos- por haberlo sufrido- que nos dejaba en el Paraná  y si había crecida... que Dios nos ayude. Otra aventura.

            Si nos olvidábamos algo,   no había remedio, ni TV, ni celular, ni nada que te comunicara con la civilización hasta las seis de la tarde del domingo, en que volvía a pasar la Interislaña XVII por el muelle de nuestra casa..  Y si nos olvidábamos los espirales o el repelente para los mosquitos, noche en vela. Y si nos olvidábamos las velas, noche a la luz de las estrellas -que en La Isla Tío Cacho eran millones- ellas nunca se olvidaban de nosotros.

                 De pequeños íbamos con mis abuelos. Ninguno de ellos sabía nadar, pero como La Isla era mágica, fue mi abuela la que nos enseñó a flotar sobre ese agua marrón. Nos ataba de una soga  a la cintura, y nos decía: Salten! Y nosotros saltábamos y luchábamos por nuestras vidas porque mi abuela también nos decía:  No te ahogues que no sé nadar y Gaspar no está.  

          Gaspar era nuestro vecino. Vivía en La Isla con su señora desde que su pequeña hija murió en un accidente. Gaspar salía de pesca los viernes muy temprano y volvía los domingos antes que la Interisleña, para mostrarnos los dorados de sesenta y siete centímetros de largo que había atrapado.  Él sabía todo acerca del lo que pasaba allí. Nos enseñó a pescar pero nunca nos llevó al Paraná. Su  señora, quedaba sola, podando la ligustrina hasta que él volvía. Luego le hacía la cena. Ellos tenían un generador de energía y el pasto de su jardín muy corto. Tío Cacho, en cambio, era como una casa abandonada. Del otro lado del arrollo, vivía el Doctor Fontaiñas. Era dentista y tenía mucho dinero, pero no por ser dentista, sino porque además, tenía una cadena de hoteles. Mis abuelos siempre hablaban bajito cuando se referían a los hoteles y de grandes comprendimos que eran Hoteles alojamiento. En La Isla, el Doctor Fontaiñas no nos saludaba porque le dábamos vergüenza, pero cuando mi papá nos llevaba a ajustar la ortodoncia, se hacía el simpático, porque mi papá había pagado mucho por esos aparatos que yo y todos mis hermanos usábamos en nuestras bocas.

                De adolescentes, empezamos a ir con nuestros amigos, sin adultos, ni abuelos. Eran fines semana fantásticos donde lo que más hacíamos era nadar, reírnos, tomar mate con tortas y ser felices. Fue en esa época que conocí a Valentina. Ella estudiaba en el conservatorio de música y cursábamos juntas una materia a la que llamaban Audio-perceptiva. También cantábamos juntas en el coro. Ella era muy desafinada y además nunca había ido al colegio. Sus padres eran hippies y la habían educado solos, sin instituciones.  Para entrar al conservatorio había tenido que rendir la primaria completa en un solo examen.  Valentina no sabía nadar y yo quise enseñarle como había hecho  mi abuela conmigo, pero no resultó. Así que dejé de insistir y supuse que las personas que pueden aprobar toda la primaria en un solo examen, no necesitan saber nadar. Yo comprendí que iba a ser mi amiga para siempre. 

             En tío Cacho, con Valentina, vimos cómo un espíritu revoleaba una lata de tomates contra una pared y supusimos que era el mismísimo Tío Cacho que nos advertía que no jugáramos más a invocar espíritus. Le hicimos caso. Tío Cacho, en vida, había sido el hermano de mi abuela. De él solo conocíamos una foto que colgaba en la entrada de la casa de la Isla, y lo que mis abuelos y mis padres nos habían contado. Era muy buen mozo, había sido desde cura hasta aviador y fue en un avión de fumigación que murió, al intoxicarse con lo mismo que lanzaba desde las turbinas en un campo no muy lejano de la casa que ahora llevaba su nombre.

             Más adelante conocimos a Miguel, otro vecino de la Isla que tenía una casa a cuatrocientos metros de Tío Cacho. ël tenía nuestra edad. Sus padres eran veterinarios y para mí eso era tan insólito como los padres hippies de Valentina. A veces dormíamos en su casa. En esas noches nos dedicábamos a hacer asquerosidades. En la casa de Miguel también funcionaba un grupo electrógeno, así que podíamos tomar agua de río hervida y fresca. Y tirarnos pedos en un tupper, guardarlos en la heladera y comprobar al rato si el olor quedaba atrapado o no en la frasco plástico.  Miguel nos enseñó que si uno hace caca dura, no hace falta que se limpie el culo. Nos lo explicaba ilustrando  el movimiento del ano con sus puños cerrados. Un asco -pero muy divertido.

            Una de esas noches, en vez de hablar de temas escatológicos, Miguel nos contó de los isleños que nos habían estado mirando mientras nos bañábamos en el río por la tarde. Sembró el temor. Estábamos cenando cuando escuchamos el primer golpe. Miguel dijo: Son ellos! Los isleños! - Valentina y yo entramos en pánico pero no nos movimos. Quedamos petrificadas de miedo, literalmente. Minutos más tarde, otro golpe, más fuerte, más cercano y Miguel diciendo: Están entrando!!- Nosotras nos levantamos de la mesa, corrimos por el comedor totalmente enajenadas, luego nos metimos en una habitación, nos paramos arriba de la cama, nos abrazamos y gritamos mucho, mucho. Tanto que no escuchábamos que Miguel nos decía: Es un chiste, es una broma, no hay nadie, fui yo con los bidones...

           Miguel había diseñado un asustador. Consistía en dos sogas atadas al techo, de las cuales colgaban dos bidones, uno pequeño y otro más grande. En las sogas, además, había colocado dos espirales, uno con más vueltas que el otro, encendidos. Cuando los espirales llegaron a cada soga, las quemaron, cortándolas, una primero, luego la otra. La caída de los bidones al suelo provocaban un verdadero estruendo. Eran los golpes! 

                 Por más explicación que nos dio, ni Valentina, ni yo pudimos dormir en toda la noche. Miguel tampoco pudo dormir, creo que se había asustado de nuestro susto. 

Podría seguir hablando de las rarezas de mi amiga Valentina y nuestros fines de semana en La Isla de Tío Cacho durante horas, pero tengo que ir a leer el libro que me acaba de llegar por correo: FONDO BLANCO, de Valentina Vidal. Mi amiga.


              

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