A los veintiún años yo era
Profesora para la Educación Primaria y
tenía un puesto de Maestra Normal Titular
en una escuela privada en el barrio Belgrano. No entendía muy bien cómo era que había conseguido semejante trabajo, siendo que comparándome con el resto del
personal yo era prácticamente una muerta: Desde la secretaria más anónima, pasando por
las siete maestras, la vice directora y hasta la mismísima directora, todas
ellas tenían en algún lugar del cuerpo al menos una cirugía plástica. Colágeno
en los labios, siliconas en los senos o relleno fibroso en los glúteos. Todas
ellas poseían un ex marido con auto
modelo ¨hoy¨ al que repudiaban
indefectiblemente por haberse ido con una ¨putita sin gracia¨, y un amante que
les pagaba todos sus caprichos. Alguna vez una de ellas sugirió que yo me
parecía a la ¨sin gracia de su marido, pero más inteligente¨- agregó. Supongo que era ese último atributo el que me
colocó al frente de ese cuarto grado de pequeños hijos de puta, enanos
ricachones de nueve años que desde un principio me trataron como a ¨la
chica¨ (así es como esos ingratos llamaban a las empleadas domésticas que sus
madres contrataban para que los
criaran). Con el tiempo logré
ganarme, por lo menos su atención. Decían, tanto ellos como sus padres, que yo
enseñaba de una forma diferente. Sus hijos aprendían más que otros años y eso
se debía a mi.
Ariel se sentaba en el
primer banco. No porque fuera aplicado sino porque era extremadamente
petizo.
Pequeño, rubio, tan blanco que se le veían en la frente las venas color
verdoso y una arteria furiosa cerca del ojo izquierdo, color violáceo.
Siempre estaba cansado. A tal punto que cuando se paraba necesitaba
apoyar sus
manitos en el pupitre, o en la pared o
incluso sobre el hombro de un compañero, para sostenerse. En varias
ocasiones
llamé la atención a sus padres sobre este tema. Lo llevaron al médico,
le
hicieron estudios. No era anemia, no era físico. Probaron con una
psicóloga que
lo hizo dibujar cuerpos humanos y, al contrario de lo que esperaba, él
realizó
los cuerpos más esbeltos y bien parados que jamás había visto.
Concluyeron que
Ariel, era simplemente vago, muy vago,
mimoso y definitivamente inteligente. .
A mi me encantaba.
El día que expliqué división
de fracciones Ariel estaba casi dormido, la carita colorada, el cabello
revuelto y húmedo de transpiración. ¨No
entiendo, seño¨- me dijo. Así que me esmeré en explicarle nuevamente, pero comprender que los números se agrandan
cuando uno los ¨corta¨ no es tarea fácil para un niño de nueve años por más
inteligente que sea. ¨No entiendo.¨ Le expliqué nuevamente, una y otra vez , y una y otra vez volvió a decirme no
entiendo. Finalmente, más cansado que nunca, con malicia me replicó: ¨Y si me lo explicaras con otras
palabras? Porque lo de cortar alfajores y repartirlos ya lo escuché nueve
veces. Probá otra cosa, o cuando estudiaste para maestra no te enseñaron otras
alternativas? Me parece que no soy yo el que no entiende, sino vos las que no
sabés explicármelo.¨
Comprendí que Ariel tenía razón
y me sentí la más estúpida del mundo. Me sentí completamente desnuda.
En aquel tiempo solía dormir poco en las
noches, preparando mis clases del día siguiente y corrigiendo trabajos del
mismo día. Desde entonces, ya no dormí
más, preparando las clases para Ariel.
Una vez leí que las obsesiones
te hacen más compañía que los gatos, ya que los primeros se van por las
noches (vaya a saber uno a dónde)
mientras que las obsesiones no pueden alejarse de los cuerpos porque viven en
ellos. Puede que sea cierto, pero la
descripción es incompleta, inexacta, pobre.
Yo diría que las obsesiones son tumores malignos, que como todos los
cánceres aparecen porque sí, sin avisar, cualquier día. Te toman de a poco, pero en corto plazo te
tienen entera.
Mi obsesión por Ariel empezó tomándome la cabeza unas pocas horas por día. En el colectivo, cuando iba para la escuela, aparecía la obsesión en forma de diálogos interminables con Ariel. Estudiaba cada frase imaginada, trataba de recordar todas las respuestas por si, por alguna coincidencia, un día Ariel realmente tuviera conmigo semejantes conversaciones. Las pocas horas se fueron extendiendo a muchas. Ahora se sumaban interminables charlas en la ducha, en el silencio de la biblioteca, y en mis sueños.
La obsesión decidió luego tomarme el pecho. La respiración se me entrecortaba cuando Ariel aparecía en la obsesión y me asfixiaba cuando me miraba efectivamente en el aula. Comencé a tener vahídos que preocuparon a los padres y directivos. Cuando la obsesión llegó al estómago, dejé de comer. La finalización del ciclo lectivo coincidió el último arrebato de la obsesión: tomó mis piernas. Para qué levantarme cada mañana, para qué ir hasta la escuela si Ariel estaba conmigo las veinticuatro horas diarias, escuchando mis clases, preguntando, sonriendo cuando comprendía, buscando mi abrazo cuando se cansaba…?
Hace unos días me crucé con
Ariel por la calle. ¨Seño?¨. Tiene treinta años. Estás igual- me dijo. Me alegré del comentario aunque delatara que
no me recordaba lo suficiente. Cómo podría estar a los cuarenta y dos años
igual a los veintiuno?
Qué curioso es el
tiempo. Hace veinte años atrás él me
veía como a una madre (segunda madre, así es como llaman los ricachones a las
maestras que les caen bien a sus hijos) y hoy, me miraba embelesado, su
arteria violácea en la frente decía a los gritos ¨quiero tenerte¨, su cuerpo ahora fibroso y fuerte sostenía al
mío en un abrazo excitante para ambos.
Nos frecuentamos un
tiempo, hasta que Ariel se cansó de a novedad de acostarse con ¨su seño” y
empezó a ver mis imperfecciones: la piel suave de mis veinte años que él nunca
conoció ya no era tal. Me abandonó. Y la obsesión volvió arrasadora y
tecnológica. Las obsesiones son ahora
como el virus más peligroso. Mutan, se disfrazan, se esconden y te sorprenden
en todas partes (internet, telefonía celular, redes virtuales) Las
obsesiones tienen ahora muchas más
herramientas para exterminarte.
Hoy maté a Ariel. Su cuerpo reposa ahora sobre el mío. Pensé que sería la solución para librarme de la obsesión. Nuevamente volví a explicarle a Ariel algo incomprensible para él, muchas veces, con las mismas palabras: ¨Las obsesiones no pueden alejarse de los cuerpos porque viven en ellos, de su sangre¨
Otra vez me expresé mal. Otra vez me equivoqué.
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