miércoles, 20 de marzo de 2013

No son como los gatos.

                  A los veintiún años yo era Profesora para la Educación  Primaria y tenía un puesto de Maestra Normal   Titular en una escuela privada en el barrio Belgrano.      No entendía muy bien cómo era que había conseguido semejante trabajo,  siendo   que comparándome con el resto del personal yo era prácticamente una muerta:          Desde la secretaria más anónima, pasando por las siete maestras, la vice directora y hasta la mismísima directora, todas ellas tenían  en algún  lugar del   cuerpo al menos una    cirugía  plástica.    Colágeno en los labios, siliconas en los senos o relleno fibroso en los glúteos. Todas ellas poseían un ex marido con  auto modelo ¨hoy¨ al que  repudiaban indefectiblemente por haberse   ido con una ¨putita sin gracia¨, y un amante que les pagaba todos sus caprichos. Alguna vez una de ellas sugirió que yo me parecía a la ¨sin gracia de su marido, pero más inteligente¨- agregó.  Supongo que era ese último atributo el que me colocó al frente de ese cuarto grado de  pequeños hijos de puta, enanos ricachones de nueve años que desde un principio me trataron como a ¨la chica¨ (así es como esos ingratos llamaban a las empleadas domésticas que sus madres contrataban para que los  criaran).  Con el tiempo logré ganarme, por lo menos su atención. Decían, tanto ellos como sus padres, que yo enseñaba de una forma diferente. Sus hijos aprendían más que otros años y eso se debía a mi.
                   
                Ariel se sentaba en el primer banco. No porque fuera aplicado sino porque era extremadamente petizo. Pequeño, rubio, tan blanco que se le veían en la frente las venas color  verdoso y una arteria furiosa  cerca del ojo izquierdo, color violáceo. Siempre estaba cansado. A tal punto que cuando se paraba necesitaba apoyar sus manitos  en el pupitre, o en la pared o incluso sobre el hombro de un compañero, para sostenerse. En varias ocasiones llamé la atención a sus padres sobre este tema. Lo llevaron al médico, le hicieron estudios. No era anemia, no era físico. Probaron con una psicóloga que lo hizo dibujar cuerpos humanos y, al contrario de lo que esperaba, él realizó los cuerpos más esbeltos y bien parados que jamás había visto. Concluyeron que Ariel, era simplemente  vago, muy vago, mimoso y  definitivamente inteligente. . A mi me encantaba.
                 
                  El día que expliqué división de fracciones Ariel estaba casi dormido, la carita colorada, el cabello revuelto y húmedo de transpiración.  ¨No entiendo, seño¨- me dijo. Así que me esmeré en explicarle nuevamente,  pero comprender que los números se agrandan cuando uno los ¨corta¨ no es tarea fácil para un niño de nueve años por más inteligente que sea. ¨No entiendo.¨ Le expliqué nuevamente, una y otra vez , y una y otra vez volvió a  decirme no entiendo. Finalmente, más cansado que nunca, con malicia  me replicó: ¨Y si me lo explicaras con otras palabras? Porque lo de cortar alfajores y repartirlos ya lo escuché nueve veces. Probá otra cosa, o cuando estudiaste para maestra no te enseñaron otras alternativas? Me parece que no soy yo el que no entiende, sino vos las que no sabés explicármelo.¨
                  
              Comprendí que Ariel tenía razón y me sentí la más estúpida del mundo. Me sentí completamente desnuda.
                 
                En aquel tiempo solía dormir poco en las noches, preparando mis clases del día siguiente y corrigiendo trabajos del mismo día.  Desde entonces, ya no dormí más, preparando las clases para Ariel.
                
                   Una vez leí que las obsesiones te hacen más compañía que los gatos, ya que los primeros se van por las noches  (vaya a saber uno a dónde) mientras que las obsesiones no pueden alejarse de los cuerpos porque viven en ellos.  Puede que sea cierto, pero la descripción es incompleta, inexacta, pobre.  Yo diría que las obsesiones son tumores malignos, que como todos los cánceres aparecen porque sí, sin avisar, cualquier día. Te  toman de a poco, pero en corto plazo te tienen entera.
                  
                Mi obsesión por Ariel empezó tomándome la cabeza unas pocas horas por día. En el colectivo, cuando iba para la escuela, aparecía la obsesión en forma de diálogos interminables con Ariel. Estudiaba cada frase imaginada, trataba de recordar todas las respuestas por si, por alguna coincidencia, un día Ariel realmente tuviera conmigo semejantes  conversaciones. Las pocas horas se fueron extendiendo a muchas. Ahora se sumaban interminables charlas en la ducha, en el silencio de la biblioteca, y en mis sueños.
                 
          La obsesión decidió luego tomarme el pecho.  La respiración se me entrecortaba cuando Ariel aparecía en la obsesión y  me asfixiaba cuando me miraba efectivamente en el aula. Comencé a tener vahídos que preocuparon a los padres y directivos. Cuando la obsesión llegó al estómago, dejé de comer. La finalización del ciclo lectivo coincidió el último arrebato de la obsesión:  tomó mis piernas. Para qué levantarme cada mañana, para qué ir hasta la escuela si Ariel estaba conmigo las veinticuatro horas diarias, escuchando mis clases, preguntando, sonriendo cuando comprendía, buscando mi abrazo cuando se cansaba…?
                  Hace unos días me crucé con Ariel por la calle. ¨Seño?¨. Tiene treinta años. Estás igual- me dijo.  Me alegré del comentario aunque delatara que no me recordaba lo suficiente. Cómo podría estar a los cuarenta y dos años igual a los veintiuno?
                    
                 Qué curioso es el tiempo.  Hace veinte años atrás él me veía como a una madre (segunda madre, así es como llaman los ricachones a las maestras que les caen bien a sus hijos) y hoy, me miraba embelesado,   su arteria violácea en la frente decía a los gritos ¨quiero tenerte¨,  su cuerpo ahora fibroso y fuerte sostenía al mío en un abrazo excitante para ambos. 
                      
                Nos frecuentamos un tiempo, hasta que Ariel se cansó de a novedad de acostarse con ¨su seño” y empezó a ver mis imperfecciones: la piel suave de mis veinte años que él nunca conoció ya no era tal. Me abandonó. Y la obsesión volvió arrasadora y tecnológica.  Las obsesiones son ahora como el virus más peligroso. Mutan, se disfrazan, se esconden y te sorprenden en todas partes (internet, telefonía celular, redes virtuales) Las obsesiones  tienen ahora muchas más herramientas para exterminarte.
                      
         Hoy maté a Ariel.  Su cuerpo reposa ahora sobre el mío. Pensé que sería la solución  para librarme de la obsesión. Nuevamente volví a explicarle a Ariel algo incomprensible para él,  muchas veces, con las mismas palabras: ¨Las obsesiones no pueden alejarse de los cuerpos porque viven en ellos, de su sangre¨

Otra vez me expresé mal. Otra vez me equivoqué.



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