sábado, 27 de febrero de 2010

Una entrevista inédita con César Aira

“Dejemos que la literatura se haga sola”, dice el novelista en una charla imperdible.

Planteemos un problema teórico acerca de tu interés por el tema del procedimiento más que por la obra acabada. ¿Qué criterios de validación pueden aplicarse a los procedimientos?
—Yo, como teórico, soy un estudiante de abogacía, simulo hacer teorías. Muchas veces me preguntan por alguna teoría que escribí en algún artículo o libro y me doy cuenta de que en realidad la escribí porque sonaba bien. En general los escritores tenemos una relación un poco irresponsable con el lenguaje: si algo suena bien, está bien. El otro día en Brasil me preguntaban por una frase que escribí en algún lugar. “El mundo debe transformarse en mundo”. Qué profundo, me decían. Y yo no tengo la menor idea de lo que eso pueda significar pero… suena tan bien. Creo que en un punto la función de la literatura es hacer sugerencias que abran caminos, un poco misteriosos, al pensamiento. Pero, yendo a esto del procedimiento, fue una vieja idea mía de que obras buenas ya hay muchas; hay demasiadas, ¿para qué queremos más novelas, más poemas? Si ya con lo que hay hace falta una vida para leer la décima parte. Quizá lo que necesitemos sea eso que viene de mi juventud utópica, encarnado en esa frase de Lautrémont: la poesía debe ser hecha por todos, no por uno. Intentar los modos para que la literatura se haga sola, sin intervención de una psicología personal ni sentimental. Pero como toda teoría uno la hace para no obedecerla, para burlarse, así que nunca me lo he tomado muy en serio, después hago todo lo contrario. En cierta forma reivindico esa irresponsabilidad, porque es una forma, libertad. Mientras se ejerza en el plano del arte. Y qué procedimiento sirve, y cuál no para hacer una obra buena, no lo sé, simplemente hay que leerla y ver cómo salió.

—Y en el caso particular de tu producción, en que justamente hay una gran diversidad, ¿cómo es el proceso de escritura?
—Sí, hay mucha diversidad. Las novelas que he escrito son el desliz más profundo a cualquier teoría porque en cada una cambio de estilo, y cambio de ideas. Siempre creí que en la vida real hay tan poca libertad que hay que inventarse un lugar donde se la pueda ejercer plenamente. Cuando he escrito crítica, ensayos o artículos me obligué a hacerlo a partir de cierto momento porque pensé que si seguía escribiendo ficción solamente iba a perder todas esas reflexiones que yo estaba haciendo todo el tiempo al escribir; no quería que se pierda el testimonio de esa experiencia. Entonces me obligué a aprender a escribir ensayos. Y todavía no he perdido esa sensación tan desagradable de que cuando estoy escribiendo uno hay alguien mirando por encima de mi hombro diciendo “esto sí, esto no”. Porque ahí sí hay como una necesidad de decir algo coherente. Mientras que en la novela el profesor desaparece y puedo decir cualquier cosa, y a veces me excedo.

—¿Vas planificando esa diversidad? ¿Tenés una conciencia general de todo lo que vas produciendo?
—No. Me canso. Cuando termino una novela trato de olvidarla, cosa que logro muchas veces. Creo que a veces he repetido escenas de una novela a otra simplemente porque me había olvidado de que ya la había escrito. El sistema de una página por día es en un punto como escribir un diario; cada día lo voy improvisando, no hay idea previa del argumento. Voy poniendo lo que me va pasando, y así va saliendo.

—¿Y cómo es tu valoración al respecto? Dijiste que por ahí terminabas una novela y te parecía que era malísima.
—Sí, me pasó, una novela que me salió un poco larga, y estaba tan mal que el mismo día que la terminé me puse a escribir un ensayo que se llama La novela imperfecta, para ver si teorizaba y justificaba lo mal que me había salido esa novela. Pero también me di cuenta de que uno no puede juzgar su propia obra. Porque el juicio que uno le da va mezclado con otras circunstancias. Por ahí te pasan cosas desagradables en tu vida y quedan marcadas en la novela, por esa cosa de ir escribiendo día a día. Y se transforman para mí en malos recuerdos. Y otras no, son recuerdos felices. Pero eso es algo totalmente subjetivo y el lector no tiene nada que ver con eso.

-Qué libros te interesan como lector?
—Para mí leer es una cosa muy horizontal, por ahí por ese sistema de escribir todos los días, y de seguir escribiendo siempre. Para mí un verdadero escritor tiene que seguir escribiendo hasta cuando deja de poder escribir bien. Por eso siento tanto rechazo por escritores como (Juan) Rulfo, por ejemplo. Escriben un par de novelitas, pocas, y después viven del prestigio. El verdadero escritor tiene que tener la generosidad de seguir escribiendo cuando la mente empieza a fallar, como ahora la mía, y ahí es cuando su responsabilidad ante los lectores crece, cuando empieza a escribir mal. Con eso yo no tengo problema porque empecé a hacerlo hace mucho.

—¿Qué pasa con lo residual, las impurezas, no sólo de la literatura sino de las otras artes? ¿Cómo trabajás con eso en tu literatura?
—Soy un defensor a ultranza de la alta cultura y un enemigo de la cultura popular. Porque la alta cultura es el último bastión que va quedando de lo no obligatorio. En nuestra civilización todo tiende a hacerse obligatorio. La alta cultura va quedado como un refugio de lo deliberado, de lo que uno busca. Si uno quiere escuchar a Bach, por ejemplo, tiene que ir a buscarlo. Pero a Ricky Martin no, es obligatorio porque suena en el supermercado, en la sala de espera del dentista. Todo lo popular viene obligado. Ahora, por un cuestión casi paradojal, a pesar de esta postura mía, desconfío muchísimo de los escritores que no saben nada de la cultura popular. Y yo me alimento mucho de esa cultura. Más que de Bach, o de Proust. También está el hecho de que nunca me interesaron los libros sino los autores que los escribieron. No comparto esa mirada que va a los libros impregnada de consumismo. Para mí lo que vale es el autor, no El castillo o El proceso sino Kafka como obra, como “vida-obra”. Esa es mi forma de tomar las impurezas: no tomar al libro como tal. Saer era un caso extremo de esos cortes. Decía que le gustaba, por ejemplo, El castillo, y tal otro libro no; a mí eso me hace sentir una especie de mutilación. No me gustaría que hicieran eso conmigo, que tomen tal libro y que dijeran: “los primeros siete capitulos sí, los restantes no”. Preferiría que me tomen en bloque, con las impurezas.
—¿Cómo trabajaste entonces, al escribir el libro dedicado a la vida, la muerte y la obra de Alejandra Pizarnik?
—Justamente hay un mito, una leyenda que pesa de manera compleja alrededor de su vida, su muerte y su obra; todo junto. Con ella pasa lo que con tantos escritores, un altibajo de una parte de su obra a otra parte, pero justamente a un autor hay que juzgarlo por lo mejor que escribió. Me parece mezquino juzgarla por sus libros malos. Fue una escritora que conocimos cuando fuimos a Buenos Aires y ella encarnaba el mito del escritor maldito, del que se quema en su propio fuego. Lo encarnaba deliberadamente quizás, y casi paródicamente, pero fue un triste destino el que tuvo. Y tuve la suerte de vivir la última época de los escritores, no sé cómo llamarlos. Los escritores que no iban a la televisión. Hoy día los escritores se han vuelto prosaicos, van a la TV a hablar de política. Al verlos me pregunto cómo puede ser que sigan naciendo vocaciones literarias. Porque en la década del 60 todavía la vida del escritor era un poco misteriosa, y se cultivaba ese misterio. También es cierto que Pizarnik, como otros, tampoco tenían demanda; nadie los llamaba para hacerles reportajes. El año pasado cuando murió mi querido amigo Héctor Libertella, el último que quedaba de esa rama de los que prefieren morirse antes de entregarse al sistema, vivir en la miseria antes que ir a trabajar. Hoy día todos los escritores, hasta los que posan de poetas malditos, tienen casa, auto, pagan los impuestos, mandan a sus hijos a colegios privados. Y Libertella, lo mismo que Pizarnik u Osvaldo Lamborghini, decidieron morir, si era necesario, a ir a trabajar a una oficina. Pero es un cambio histórico social. Yo mismo soy un pequeño burgués. Siempre pago los impuestos, siempre trabajé. Soy un caso extremo para el otro lado.

—En una entrevista hablaste de tu afán de oponerte a “los vacas sagradas” de la literatura. ¿Cuál es el peligro de convertir un autor en eso?
—La vaca sagrada es una metáfora de esos artistas o escritores de los que no se puede hablar mal porque no se puede. Es el caso de Rulfo en México: si decís algo malo de él te expulsan o te asesinan. Este tipo de figuras son un poco nefastas, porque el campo de elección de los autores que uno lee debe ser algo personal y libre. ¿Cómo va a haber esa imposición sobre lo bueno y lo malo? A diferencia de otros países que dieron figuras intocables, en la Argentina todo se ha discutido o se ha vilipendiado, hasta Borges que fue realmente grande. Pero por momentos no entiendo del todo que haya escritores que mediante la extorsión y el chantaje quieren impedir que se digan cosas como ocurrió ahora con el aniversario de la muerte de Osvaldo Soriano. Sus amigos sacaban estos artículos encendidos, casi violentos, apuntando que a quien no le gusta Soriano es una mala persona, un derechista, un menemista, un genocida. Me parece que esa extorsión al gusto de un escritor es algo impropio. También se lo intentó hacer con Cortázar. Su obra se fue deshilachando con el tiempo, y también su figura, su activismo político y su oportunismo lo opacaron mucho y ya no se insiste tanto en eso.
No me explico la necesidad de tener una figura, una vaca sagrada, por qué ese deseo de tener un indiscutible, si es mucho mejor tener discutibles, poder opinar. Por ejemplo creo que Rodolfo Walsh es un escritor insignificante. O no tanto, pero lo digo por la rabia que me da este tema.

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